jueves, 11 de marzo de 2010

SIN TÍTULO

María es una amiga de papel. Los sentimientos que conocemos se transmiten a través de las palabras escritas, a través de un párrafo que vive perenne en una página olvidada, y a menudo recordada sin venir a cuento por un alma que, siendo de escritor, reaparece cuando menos se la espera. Oxímoron no acaba, porque es el punto de encuentro de los que, inadaptados a la lógica, se someten a lo socialmente aceptable, tal vez porque no saben construir un mundo nuevo. Y escriben. Escriben y cuentan. Y luego, a veces, se arrepienten, porque lo escrito es sinónimo de desnudez no disimulable, porque se expone lo más íntimo de la persona en carne viva.

Hace tres días murió mi madre. Esta es la frase precisa que define lo último que me ha ocurrido. Podría contar aquello de que era mi tía, pero que sólo viví con ella desde donde la memoria alcanza, que no tuve otra madre. Podría contar una larga historia que explique racionalmente que el parentesco oficial no respondía a la esencia de una relación mucho más profunda y necesaria que la materno filial. Podría gastar ríos de tinta y palabras, pero no es necesario, no ayuda, y no cambia nada. Ha muerto. E intentar transferir el sufrimiento propio es imposible y absurdo. Ahora, la vida es diferente, pierde un poco de su efervescencia despreocupada, resta alegría, suma tristeza, gasta confianza, añade traición. Se vuelve más oscura, más vacía y más llena de ausencias.

Sé que no estoy junto a ningún límite peligroso. No es la primera muerte ni, quizá, sea la última. Tengo familia y proyectos. Y soy fuerte. Tengo además la costumbre de mirar hacia delante, aunque haya vivencias que me catapulten indefensa hacia el pasado a través de los sentimientos.

No lloro demasiado, porque he gastado lágrimas demasiado joven, hasta convencerme de su inutilidad. Y ahora no brotan con naturalidad, se escapan a borbotones por alguna fisura inesperada. Pero no pueden manar con suavidad de bálsamo, son más bien lava que esculpe surcos de un dolor previo a su existencia.
Sólo tengo una cuenta pendiente: superar algo parecido a un asedio racional, la falta de argumentos, el bloqueo intelectual, ese no saber que hunde el cerebro en la inactividad. Porque levantarse y actuar, hacer las tareas diarias, trabajar y resolver temas conocidos aplicando el método que, sea tan complejo como sea, es el de siempre, no es pensar, ni ser coherente, ni tener control sobre la propia vida, ni decidir, ni vivir. Es dejarse llevar por la inercia, a la espera de la serenidad.

Sufrir es, por tanto, sólo cosa mía.

Contar el sufrimiento no añade ni quita ni transfiere. El sufrimiento sólo debería describirse cuando se percibe que el que escucha precisa de esa narración, para saber o para sentirse más cerca, quizá para satisfacer su necesidad de ayudar. Aunque contarlo sólo sea eso: contar, narrar, hablar o escribir, dejar constancia, levantar acta, aumentar el conocimiento del que está fuera, precisar el cuadro de un paisaje para ofrecerlo a la vista del otro con otra pincelada, que se dé o no, sea lo acertada que sea, no puede cambiar la realidad.

Tampoco estoy buscando consuelo. Ni esto me va a matar, ni es peor que lo que haya vivido cualquier otro, en situación similar. En realidad, me parece pueril y casi vergonzante que vengan a consolarme. No es mi estilo evitar las consecuencias, da igual que sean de actos propios o de experiencias vitales relacionadas directamente con una misma.

Al final, ya veis, lo que he conseguido ha sido acorralarme por el lado intelectivo, quedarme frente a la evidencia de que la validez de cada argumento tiene una parte directamente relacionada con lo subjetivo, con el ánimo, o con lo circunstancial, que me deja inerme. Tal vez sea esa la verdad que en este instante a mí se me otorga como castigo. No sé. Escribiré más, supongo, sobre ello. Y saldré adelante con una muesca nueva en el alma.

Es difícil ahora diferenciar qué sufrimiento es peor. Si el puramente subjetivo, esa expresión emotiva que lleva al llanto, casi como un acto reflejo inevitable. O esta oscuridad de la razón. Poco a poco, en todo caso. Aunque, según lo veo, el consuelo no es más que otra evidencia de debilidad humana, que para seguir adelante busca una salida dudosa.

Una persona allegada, en el cementerio, al abrazarme me dijo “Ahora, la resignación es lo único que nos queda”. Lo terrible es que resignación y rendición sean dos conceptos tan inquietantemente cercanos.

3 comentarios:

  1. En la infinita cadena cada eslabón sabe que su esfuerzo es como el de los que le preceden y el de los posteriores, pero él siente el suyo propio y la razón no consuela.
    En una plaza de Marraquech un viejo cuenta una historia bajo la luna. Algunos ya han oído muchas veces la historia de esa noche pero permanecen atentos a las palabras y gestos del anciano. Lo de menos es la historia,el magnetismo que los mantiene en círculo bajo la lluvia de palabras es la luz común de la soledad compartida por todos ellos, la luz de los ojos del narrador, la de los ojos de todos.
    Al lado de una chimenea encendida en una sala a oscuras, un adulto recuerda las historias de la abuela ausente, cuando la tenue luz de la llama iluminaba las amables arrugas que enmarcaban la boca de la que salían palabras mágicas, antes de que la luz cegadora de días artificiales en mitad de la noche impidiera el sueño y el recuerdo, la búsqueda de esa otra luz compartida.
    Demasiada luz a deshora, demasiado ruido arrinconando el silencio, demasiado temblor de vértigo que impide encontrar el punto de contacto entre esferas.
    AQUILES

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  2. Valentina, hoy me cuesta más escribir tu nombre.
    Ahora encierra dos nombres, el propio y el que llena la columna.
    Te quiero.

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  3. Un día de estos tuve un arrobamiento de cariño por mi hija… deseé que nunca nada empañara su sonrisa, su alegría vital, … “que me pase a mí cualquier cosa, pero que ella nunca pierda la ilusión” fueron las palabras que no llegaron a traspasar la frontera de mis labios… pero en el minuto siguiente pensé.. “no puedes ser tan egoísta para querer privar a tu hija de la experiencia del dolor. Debes dejar que ella lo experimente. Y debes asumir que le ayudará a valorar las cosas en su justa medida. El efímero y egoísta deseo de evitar un dolor (necesario) a una persona querida es como haber pretendido que el sarampión no la hubiese alcanzado, con lo que hubiera impedido que la superación de dicha enfermedad creara las necesarias defensas inmunitarias”.
    Y eso mismo te digo hoy (como después haré con mi hija): duele, lo sé. No puedo, no debo sufrir en tu lugar ya que te impediría tu normal desarrollo emocional e intelectivo. Pero quiero que sepas que estoy aquí para ofrecerte un hombro en el que llorar si así lo deseas. Y has de saber que sabré apreciar tu sufrimiento con la mayor veneración de la que soy capaz. Yo he pasado por lo mismo.

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