sábado, 24 de octubre de 2009

Movilidad inerte

No me podía mover. Estaba agotada; derrotada más bien. Veía a la gente pasar por delante del Mallorca frente al que estaba sentada, y no podía mover ni un músculo, ni siquiera las pestañas. Los veía pasar en una nebulosa, los veía borrosos, como cuando miras a través de las lágrimas, pero no era eso, no lloraba. Debía ser que enfocaba mal. Algunos me miraban a mi, otros no. No llamaba mucho la atención, iba vestida de oscuro y era de noche.
Pensé qué decirle al volver a casa. Pensé estar tranquila. No discutir. Comerme las ganas de llorar, de mandarlo todo a paseo y simplemente decirle que lo único que necesitaba eran más abrazos, que era por lo que había empezado todo. El problema era que no sabía cómo viviría con todo lo que me había dicho, pero no quería volver a discutir. Sólo quería estar en paz.
Me imaginaba a mi misma levantándome y yéndome, caminando por la calle, entrando en casa, colocándome frente a él, hablando. Imaginaba incluso cómo se lo diría, si tendría o no las manos metidas en los bolsillos (las tendría), lo que haría después de decírselo (mirarle, mirarle hasta que me abrazara). Pero no me podía mover. Estaba atada al banco en el que me había sentado, y aunque mi mente imaginaba todos los movimientos, mi cuerpo no hacía nada.
De pronto, una vecina me arrojó la solución sobre mi cabeza regando sus plantas. Un acto reflejo sin dueño me dio un brinco y empecé a andar de camino a casa. Mientras lo hacía me di cuenta de que me había quedado helada allí sentada. Apreté el paso, sólo quería llegar a casa y dormir, dormir mucho, seguía eternamente cansada.
No había nadie cuando abrí la puerta. Todas las escenas, las manos en los bolsillos, los abrazos, se esfumaron. Me puse el pijama, me acosté. Al momento oí las llaves, la puerta, vi la luz del pasillo. Me di la vuelta, me hice la dormida.