miércoles, 29 de abril de 2009

Estrenando viejas alcobas

Es pequeño, rosa, arrugado, desconocido y querido antes de que apareciera por la puerta. Dicen que no ve, pero yo juraría que nos miraba cuando abrió los ojos despacio, tan lentamente como si no se moviera en este tiempo, y que nos recorría con ellos para reconocernos, para poner caras a las voces que ha estado oyendo como un eco cavernario durante estos últimos primeros meses. ¿Qué pensaría al vernos a todos apelotonados dando grititos y reprimiendo lágrimas a diestro y siniestro?
Tiene delante lo que le ha tocado en suerte, o en dessuerte, quién sabe. Es la fortuna (o el infortunio) del que llega de nuevas así, sin equipaje ni pan debajo del brazo. No hay criterio, nada todavía en esas alcobas del cerebro en las que un día habitarán los siete pecados capitales, algunas virtudes y unos cuantos miedos que, gentilmente y sin que él lo pida, nos empeñaremos, con toda nuestra buena intención y toda nuestra buena razón, en cederle a base de desalojar nuestros propios habitáculos atestados de viejos cachivaches. Tendrá que ser un virtuoso para esquivarlos cuando no le sirvan para nada, y mantener los cuartos de su cabeza pulcros y ordenados. ¿Lo conseguirá con tanto trasto envenenado de verdad verdadera? Quién sabe, tal vez un día decida irse fuera, alejarse para buscar objetos que le gusten sólo a él, sus propios cachivaches, pero nuevos. Entonces, probablemente nosotros no entendamos esas reformas que este pequeño potencial rebelde se ha empeñado en hacer y añoraremos, juntos y viejos, este momento en el que aún están todas las habitaciones por estrenar.

No, seguro que él no está pensando en nada de eso, seguro que es cierto que no puede vernos, pero sospecho que algo ha debido de intuir cuando, una vez reconocidos los nuevos inquilinos de su vida, ha sacudido amnióticamente la cabeza y ha cerrado sus párpados como queriendo permanecer con las puertas clausuradas un rato más.

martes, 14 de abril de 2009

Libre necesidad

He recorrido miles de kilómetros buscando el refugio perfecto hasta empezar a sospechar que el alma del escritor es trashumante. Hubiera sido más fácil adaptarse, optar por un único camino e ir superando paso a paso cada obstáculo. Que sólo es cuestión de andar. Pero me gustaba perderme, curiosear en las sendas ocultas, llegar un poco más allá para echar una ojeada y volver rápido a la ruta planificada, siempre rota por otro sendero diferente y atractivo. Y en cada mirada, una casa nueva, un olor distinto, una familia feliz o un solitario gozando de su soledad. Mil opciones apetecibles que enturbiaban mi destino único, tan nítido, y tan mío.

He conocido a muchas personas, afines a mí, diferentes, e indiferentes. He amado y he sufrido. He tejido un sentimiento que depende de otras vidas que no son la mía y me hacen vulnerable, tan vulnerable que ya no tengo miedo de caer rota en mil pedazos, porque lo natural es la fragilidad. Ser volátil me hace fuerte. Miro al frente y planto cara convencida de que cualquier acometida puede pulverizarme. ¡Y qué más da, si ya era polvo antes de empezar!

Me he sentado en algún recodo a esperar oportunidades que nunca llegan. Descansaba. Eran rincones cálidos de adormecedor bienestar. Qué bien se estaba allí, arropada por el sueño, cultivando fantasías imposibles, imaginando lo que sería mientras el tiempo traidor recortaba la longitud de mi camino durante el receso. No me dí cuenta de que al detenerme restaba pasos, de que lo pospuesto no se recupera, se pierde, se sustituye por el ahora indeterminado y modifica ¿cómo es posible? el porvenir.

He planificado futuros perfectos jugando con posibilidades que no me pertenecían. Creía que era aquello lo que deseaba porque no me había emborrachado con la dulce amargura de vivir. Por fortuna, no era mío el poder de convertir todo en perfecto. Detrás de la perfección no hay nada. Y lo único que yo necesito es el horizonte.

No he mirado hacia atrás. No me gusta. Los ojos están delante, y ofrecen dos únicas opciones: desconfiar o arriesgarse a ser traicionados. Elijo la segunda, la natural, la que no me obliga a torcer el cuello vigilando, ni me ata a un pasado irrepetible. Alguna vez, el viento arrastra hojas del recuerdo hasta mis manos y leo lo que entonces escribí. Reconozco a otra, pero sé que llevo lo vivido en lo que ahora soy.

He escrito. Escribo. Escribiré. He buscado la compañía de los que escriben. En ellos me apoyo cuando fallan esas musas que no existen, y ellos me alimentan con palabras nuevas, de vez en cuando escritas sólo para mí. He acumulado páginas sin darme cuenta, trazadas en circunstancias adversas, cuando todo era oscuro y me lamentaba de no tener momento ni lugar, cuando fantaseaba con el estudio perfecto, bien iluminado, frente al mar, tal vez con una suave música de fondo, y para desahogarme emborronaba papeles en el cuarto frío, ruidoso y compartido de un barrio gris.

Me he equivocado. He pensado que tenía que buscar el éxito. Me fijaba en los que viven de su arte, sin darme cuenta de que sobraba la preposición. Y renegaba contra un medio de vida que no tiene alma. Hasta que me percaté del significado preciso de la palabra libertad. Y me dejé llevar, por fin, tirando lo accesorio, disfrutando sólo del camino.

Qué importa el traje, María, si dentro seguiremos estando irremediablemente desnudas.

domingo, 5 de abril de 2009

Armani de baratillo

Tengo un Armani y no sé cómo deshacerme de él. Lo compré un domingo en el Rastro. Pasé por delante de un puesto de ropa que me hipnotizó. Nada que ver con los puestos a los que estás acostumbrada. Construido con líneas rectas y planos blancos, pulcro, ordenado. Un encandile. A esto añádele un vendedor está-hecho-para-ti, un precio razonable y unas ganas desmesuradas de permitirme algo así. Me dirás que hice bien si eso era lo que quería. Pero no estoy hablando de querer, esa pregunta me la espanté de un manotazo de la cabeza en cuanto apareció. No quería tener un Armani, es que podía tener un Armani.
Me fui a casa encantada con mi adquisición. No podía parar de contemplarme delante del espejo dentro de mi nuevo traje. No podía parar de escuchar los elogios de los que me veían pasearme con él puesto. No podía dejar de sentirme afortunada, cómoda, confortable. Hasta que un día, más pronto que tarde, el Armani empezó a hacerme rozadoras en la piel. El presunto hilo de algodón egipcio de las costuras parecía haberse convertido en poliéster. Al principio me hice la desentendida, miré hacia otro lado, pero la evidencia se manifestó en el largo de las mangas y el bajo de los pantalones. El Armani encogía. Progresivamente fue aprisionándome dentro suyo: la sisa, el cuello, el pecho. Eso fue lo peor. Tener de dejar de respirar. Aprendí que podía hacerlo a pequeños sorbos y así he conseguido sobrevivir. Puro placebo.
Llevo un año buscando la manera de cambiar esta jaula de lujo. Tengo ojeado otro traje sin marca, menos glamouroso, en absoluto elegante, que estoy segura de que me vendría bien. Me lo probaría si pudiera quitarme éste asfixiante sin temor a romperlo. No puedo permitírmelo, debo cambiarlo para poder comprarme ese otro más modesto. Así que, cada domingo, me recorro el Rastro en busca del vendedor del puesto blanco y recto para exigirle una devolución, pero ha desaparecido como si nunca hubiera existido. Así cada domingo: busco, espero, perezco. Vuelvo a casa cabizbaja donde alguien me acaricia las lágrimas y me dice, cada domingo, que respire fuerte de una vez, que estalle los botones del dichoso Armani y que nos vayamos juntos a comprar un traje nuevo. Pero es que yo no me atrevo, Valentina. A ver si el próximo domingo me convence.