lunes, 16 de agosto de 2010

Destiempo de cambio

Cuando vuelvo de vacaciones me quiero cambiar. Me quiero cambiar de todo, de casa, de trabajo, de ciudad, de nombre, de aficiones, incluso de contraseña del ordenador o de compañía telefónica (que como sabemos se trata de tarea imposible). Me quiero cambiar de mi misma mismidad, darme la vuelta, ponerme del revés; hacer cajas de melancolía con etiquetas y meterlas en algún contenedor donde la recojan para dársela a otra niña que la necesite más que yo. Me quiero cambiar de esencia (y no sólo de perfume), ser escritora de las que hacen reír (no de las que dan risa); pero también quiero hacer sombreros o ser diseñadora de interiores (de casas, no de almas, que la autocompasión también iría a las cajas junto a la melancolía, con otra etiqueta).
Qué vulgaridad de síndrome post-vacacional.

martes, 8 de junio de 2010

Desde el vacío

Tengo la sensación de que se me están muriendo las palabras. Se resisten a brotar. Los dedos, veloces sobre el teclado hace unos meses, se rebelan hoy, conscientes de habitar una cárcel de piel y huesos que se extiende desde las yemas torpes hasta la frente y el corazón, hasta las plantas de unos pies cansados que no conceden tanta importancia a cada paso.

Retando a alguna ley física, lo que oprime ahora es el vacío, porque el alma carece de la oportunidad de someterse al sentido común. Y la vida va pasando de largo como si sólo me hubiera detenido yo. Vivir no es esto.

La empatía ayuda a moverse con soltura por el universo temporal. Sólo es cuestión de abandonarse, dejarse llevar por la música de lo que nos rodea y moverse al ritmo que marca el entorno: hacer eso que sabemos que los demás esperan de nosotros. Y esperar a que pase ¿cuánto tiempo?.

El que sea necesario.

jueves, 11 de marzo de 2010

SIN TÍTULO

María es una amiga de papel. Los sentimientos que conocemos se transmiten a través de las palabras escritas, a través de un párrafo que vive perenne en una página olvidada, y a menudo recordada sin venir a cuento por un alma que, siendo de escritor, reaparece cuando menos se la espera. Oxímoron no acaba, porque es el punto de encuentro de los que, inadaptados a la lógica, se someten a lo socialmente aceptable, tal vez porque no saben construir un mundo nuevo. Y escriben. Escriben y cuentan. Y luego, a veces, se arrepienten, porque lo escrito es sinónimo de desnudez no disimulable, porque se expone lo más íntimo de la persona en carne viva.

Hace tres días murió mi madre. Esta es la frase precisa que define lo último que me ha ocurrido. Podría contar aquello de que era mi tía, pero que sólo viví con ella desde donde la memoria alcanza, que no tuve otra madre. Podría contar una larga historia que explique racionalmente que el parentesco oficial no respondía a la esencia de una relación mucho más profunda y necesaria que la materno filial. Podría gastar ríos de tinta y palabras, pero no es necesario, no ayuda, y no cambia nada. Ha muerto. E intentar transferir el sufrimiento propio es imposible y absurdo. Ahora, la vida es diferente, pierde un poco de su efervescencia despreocupada, resta alegría, suma tristeza, gasta confianza, añade traición. Se vuelve más oscura, más vacía y más llena de ausencias.

Sé que no estoy junto a ningún límite peligroso. No es la primera muerte ni, quizá, sea la última. Tengo familia y proyectos. Y soy fuerte. Tengo además la costumbre de mirar hacia delante, aunque haya vivencias que me catapulten indefensa hacia el pasado a través de los sentimientos.

No lloro demasiado, porque he gastado lágrimas demasiado joven, hasta convencerme de su inutilidad. Y ahora no brotan con naturalidad, se escapan a borbotones por alguna fisura inesperada. Pero no pueden manar con suavidad de bálsamo, son más bien lava que esculpe surcos de un dolor previo a su existencia.
Sólo tengo una cuenta pendiente: superar algo parecido a un asedio racional, la falta de argumentos, el bloqueo intelectual, ese no saber que hunde el cerebro en la inactividad. Porque levantarse y actuar, hacer las tareas diarias, trabajar y resolver temas conocidos aplicando el método que, sea tan complejo como sea, es el de siempre, no es pensar, ni ser coherente, ni tener control sobre la propia vida, ni decidir, ni vivir. Es dejarse llevar por la inercia, a la espera de la serenidad.

Sufrir es, por tanto, sólo cosa mía.

Contar el sufrimiento no añade ni quita ni transfiere. El sufrimiento sólo debería describirse cuando se percibe que el que escucha precisa de esa narración, para saber o para sentirse más cerca, quizá para satisfacer su necesidad de ayudar. Aunque contarlo sólo sea eso: contar, narrar, hablar o escribir, dejar constancia, levantar acta, aumentar el conocimiento del que está fuera, precisar el cuadro de un paisaje para ofrecerlo a la vista del otro con otra pincelada, que se dé o no, sea lo acertada que sea, no puede cambiar la realidad.

Tampoco estoy buscando consuelo. Ni esto me va a matar, ni es peor que lo que haya vivido cualquier otro, en situación similar. En realidad, me parece pueril y casi vergonzante que vengan a consolarme. No es mi estilo evitar las consecuencias, da igual que sean de actos propios o de experiencias vitales relacionadas directamente con una misma.

Al final, ya veis, lo que he conseguido ha sido acorralarme por el lado intelectivo, quedarme frente a la evidencia de que la validez de cada argumento tiene una parte directamente relacionada con lo subjetivo, con el ánimo, o con lo circunstancial, que me deja inerme. Tal vez sea esa la verdad que en este instante a mí se me otorga como castigo. No sé. Escribiré más, supongo, sobre ello. Y saldré adelante con una muesca nueva en el alma.

Es difícil ahora diferenciar qué sufrimiento es peor. Si el puramente subjetivo, esa expresión emotiva que lleva al llanto, casi como un acto reflejo inevitable. O esta oscuridad de la razón. Poco a poco, en todo caso. Aunque, según lo veo, el consuelo no es más que otra evidencia de debilidad humana, que para seguir adelante busca una salida dudosa.

Una persona allegada, en el cementerio, al abrazarme me dijo “Ahora, la resignación es lo único que nos queda”. Lo terrible es que resignación y rendición sean dos conceptos tan inquietantemente cercanos.