domingo, 15 de noviembre de 2009

Un cuento en dos palabras

(El otro ejercicio de escritura a lo loco era hacerlo dándole juego a dos sustantivos concretos que nada tenían que ver uno con otro. En este caso, la elección había sido 'hiena' y 'acera', y ésta fue la historia que resultó).

La hiena del 1ºB se me reía en la oreja mientras el administrador trataba de poner orden en la jaula de grillos que acababa de abrir proponiendo la instalación del ascensor en el edificio. Le susurraba a su marido (pobre gacelilla), sin tratar de que yo no la escuchase, “estos se van a joder”. Estos éramos nosotros, Andrés y yo, sobre todo yo, que era la que, según la hiena, me empeñaba en mojarle los cristales de las ventanas del salón justo cuando ella los acababa de limpiar. Dos pisos nos separaban, pero era precisamente yo, y no el vecino del 2º, “hombre, por Dios, como que este señor no tiene mejores cosas que hacer”, la que le hacía relimpiar los cristales una y otra vez.

Salimos de allí sin consenso para instalar el ascensor, por supuesto, y yo, además, con la risa de la hiena metida en mi cerebro. Afortunadamente, al salir a la calle una bicicleta que pasaba por la acera la atropelló y se calló, la risa, quiero decir; bueno, realmente también se cayó al suelo. Pobre mujer; se rompió una pierna. Es una pena que no tengamos ascensor para poder subir y bajar con las muletas.

Un parque de palabras

(Recojo tu guante, Valentina. Éste es el otro parque del taller 'El imaginario entre columpios')

EL PARQUE DE MARÍA

María mira con recelo a su alrededor, tensa la espalda, se pega al respaldo del banco cada vez que alguno pasa corriendo y gritando por delante de ella, balancea su cuerpo a uno y otro lado cada vez que alguna pelota sale disparada, se queda mirando fijamente embelesada cada vez que una madre repite el mismo mantra una y otra vez: no, no, no.

María no conoce este parque, a pesar de que es el mismo que recorre cada mañana desde que está en el paro. Pero entonces es otro, es un remanso de paz, un lugar para la reflexión sólo interrumpida por alguna voz más alta que otra de algún anciano sordo charlando con otro que asiente tranquilo con la cabeza. Por las mañanas el tiempo se detiene y de un solo vistazo controla todo lo que sucede entorno suyo. Ella no conocía este parque por las tardes, cuando es tomado por estos energúmenos ruidosos bajitos y sus padres. Éste no es su parque, es una jungla.

“Y esto no es lo peor”, piensa María al descubrir, en un banco apartado de la zona de juego, a una pareja de adolescentes examinándose la faringe con la lengua. “Lo peor viene después”, susurra. Es demasiado mayor para acordarse de esa pasión incontenible, de ese deseo sin freno, de las primeras veces de todo; pero sí recuerda nítidamente los gritos en casa, las broncas con su madre cada día hasta que se fue a estudiar fuera por pura necesidad de escapar. Y por si no lo recordase, están sus amigos que le detallan las batallas abiertas con sus propios hijos.

“No, no, no”, se dice María sacudiendo la cabeza. Ella no piensa ser madre, nunca lo pensó. Cuando el médico le ha dado la enhorabuena, ella ha entrado en shock, e instintivamente se ha dirigido al parque, a reflexionar. Dirige su mirada a su barriga por primera vez, deja la mano en alto, pero no se atreve a colocarla sobre ella, como hacen en las películas. La posa otra vez sobre el banco y decide que no se lo dirá a Pedro. Será más fácil para él si no se entera.

SOBREMESA

(Cuando nos preguntaron, en el Festival Eñe, ni siquiera tuve que pensar en una situación agradable que prolongaría indefinidamente: una sobremesa y un buen conversador. Poquísimos minutos y la orden de centrarnos en el escenario).

No sabría decirte si siempre ponen o no esta música de fondo porque es la primera vez que la oigo. Pero supongo que sí; no es un sitio donde tengan por costumbre innovar, más bien todo lo contrario. Su éxito radica en la fidelidad de la clientela. La comida es excelente, los manteles de lino recio, blanco roto, ayudan a sentirse bien tratado. La vajilla elegante, sin perder la sobriedad necesaria para no restar protagonismo al contenido. Las copas finas, lisas, transparentes, como esa música que seguramente nunca deja de sonar, consiguen que el rojo intenso del vino esté ahí en medio, levitando entre los dos, apoyando y presidiendo una conversación que parece no acabar nunca. De vez en cuando, él insiste en la contundencia de su argumento empuñando su cuchillo y señalándome con la punta. No es un cuchillo amenazador, es un instrumento de charla, ese aluvión de palabras que aliña la comida, mezclando sabores y risas.
Tardamos muchos meses en recordar la cara de unos camareros discretos, cómplices de nuestra sobremesa, capaces de adelantarse a la necesidad, que llegan y se van sin que nos percatemos de su presencia, una presencia escurridiza, como la de la música, cuyo único objetivo es le mantenimiento de la continuidad perfecta que hablando creamos. Las botellas de vino nunca están vacías, no falta pan, ni agua, aceite o pimienta, un cubierto que se cae y es repuesto o el segundo plato.
No, no me había fijado en la música hasta ahora, contigo, y no me hubiera fijado si, para seguir hablando, hubiera estado él.

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(Las críticas a este texto fueron confusas y contrapuestas. A alguno le gustó la imagen de las copas de vino, el entorno descrito, aunque había acuerdo en que sobre un escenario supuestamente muy agradable flotaba cierta frialdad. Esa crítica fue justamente lo que transformó estos párrafos en perfectos para mí, porque la intención desde el principio fue mostrar que el elemento más importante de esas sobremesas es la conversación, es decir, el interlocutor, que en el texto es "él", no ese "tú" a quien habla el narrador y que, fracaso de la conversación, da protagonismo a la música de fondo).

Columpiarse de nuevo

(Pequeño relato, ejercicio del taller "El imaginario entre columpios" del Festival Eñe)

Surgió como todas las cosas, por casualidad. La mujer sentada a mi izquierda no paraba de hablar ante un atento auditorio con el tono pausado de la experiencia. Me sorprendía ser yo la protagonista de sus palabras, estar siendo presentada con un discurso que, estaba segura, sería más extenso que las breves páginas que yo había preparado.
No tengo vocación de conferenciante y, según parece, todos los maestros de ceremonias que me han tocado en suerte están mucho más inclinados a ello que yo. Y mientras la mujer hablaba y hablaba sin parar de su gran personaje, a esas alturas era obvio que cualquier parecido con la realidad (yo misma) sería pura coincidencia, no conseguía desprenderme, por más que lo intentaba, de una sensación ¿fugaz?.
Soplaba una agradable brisa en la calle al llegar. El aire fresco se coló entre mis piernas y, durante unas décimas de segundo, me sentí trasladada a un pasado remoto en el que mi padre empujaba un columpio que me hacía volar hasta el cielo, y yo sentía el vértigo materializado en la agradable corriente que me levantaba el vuelo del vestido. Sonreí pensando que, con la misma despreocupación de entonces, tampoco hoy había tenido temor alguno cuando el aire amenazó con subir una falda que, como todas las faldas que visten las señoras de mi edad, bien podría perdurar como fósil geológico sin necesidad de petrificación alguna, pero que desde luego no iba a subir grácilmente impulsada por una leve brisilla otoñal ¡Qué vieja y qué niña me sentí al mismo tiempo!
La voz de mi lado había continuado acaparando atención y minutos de charla sin suscitarme la menor inquietud. De hecho, lo que realmente me apetecía era salir afuera y notar el aire en mi olvidada piel. Así que cuando, sin anticiparlo, desconectada de la realidad, oí los aplausos, me hicieron falta unos segundos eternos para ubicarme en el entorno y comprender la razón por la que estaba, de nuevo, allí. Miré al frente y vi el título, enorme, de mi charla proyectado sobre una pantalla gigante: "Una aproximación alternativa a los desórdenes conductuales en la adolescencia".
La palabra "alternativa" se adelantó sobre las demás y con la mente vacía me aferré a ella con desesperación de náufrago. De pie, ante ellos, arrojé al suelo los papeles elegantemente encuadernados. Los asistentes miraron la copia que tenían entre las manos, confusos.
"Alternativo es esto", les dije sacudiéndome las manos. "Olvídense de lo establecido, intenten prescindir de su edad y su formación, esa dilatada experiencia que tanto nos aleja de la frescura palpable de la adolescencia, comencemos por el principio. Vamos, hoy, a hablar de columpios".
Y, sin darme cuenta, disfruté por primera vez como conferenciante.

Una greguería

Mi bolígrafo es la brocha gorda de la literatura.

Escritura automática

(El Festival Eñe, en el Círculo de Bellas Artes, durante los días 13 y 14 de noviembre, ha sido una borrachera de literatura, un encuentro de locos que se mueven a través de la cordura diaria, pensando y mirando diferente, y que durante unas horas han tenido el privilegio de no disimular).

Comenzó, para abrir boca, con una sesión de escritura automática. Una orden simple. Apoyad el bolígrafo en el papel, y comenzad a escribir sin parar y sin pensar durante diez minutos. No vale detenerse. No vale despegar la punta de la superficie blanca. No vale pensar. Es sólo una técnica de calentamiento, como el corredor que calienta antes de lanzarse a su carrera, una manera de desprenderse de las corazas que el día a día nos va echando encima. Y lo que salió fue esto:

Me va a tocar. Lo estoy viendo. De repente, después de un día absolutamente cuadriculado, con un jefe que siempre exige lo mismo: "Piensa", tengo que escribir sin pensar. Y no sé... Es tan raro que, inevitablemente, una se siente como cayendo por un abismo, y me va a tocar, me va a tocar leer. ¿Quién me mandaría avanzar, obedecer la orden dada de acercarnos y ponerme aquí, tan a mano, a su derecha? Nos lee El Principito. De lo que dice, algunos serán como el principito, otros tal vez el narrador, o el extraterrestre, o quizá el cordero de dentro de la caja. Yo debo ser el asteroide B-612 de esta historia, la cuadratura hecha carne por una profesión que niega la escritura, o una inclinación que niega la profesionalidad exigida de ocho a tres, en un ambiente claramente hostil o, si no, como mínimo, oscuro. La eterna duda: ingeniería vs. literatura. Más me habría valido ser sexadora de pollos, o quedarme viendo el telediario en la jungla casera que se debe estar montando en casa a estas horas. Pero no. Vence la pulsión como de costumbre. Escribir por no saber dejar de escribir. Pura adicción. Puro vicio.

sábado, 24 de octubre de 2009

Movilidad inerte

No me podía mover. Estaba agotada; derrotada más bien. Veía a la gente pasar por delante del Mallorca frente al que estaba sentada, y no podía mover ni un músculo, ni siquiera las pestañas. Los veía pasar en una nebulosa, los veía borrosos, como cuando miras a través de las lágrimas, pero no era eso, no lloraba. Debía ser que enfocaba mal. Algunos me miraban a mi, otros no. No llamaba mucho la atención, iba vestida de oscuro y era de noche.
Pensé qué decirle al volver a casa. Pensé estar tranquila. No discutir. Comerme las ganas de llorar, de mandarlo todo a paseo y simplemente decirle que lo único que necesitaba eran más abrazos, que era por lo que había empezado todo. El problema era que no sabía cómo viviría con todo lo que me había dicho, pero no quería volver a discutir. Sólo quería estar en paz.
Me imaginaba a mi misma levantándome y yéndome, caminando por la calle, entrando en casa, colocándome frente a él, hablando. Imaginaba incluso cómo se lo diría, si tendría o no las manos metidas en los bolsillos (las tendría), lo que haría después de decírselo (mirarle, mirarle hasta que me abrazara). Pero no me podía mover. Estaba atada al banco en el que me había sentado, y aunque mi mente imaginaba todos los movimientos, mi cuerpo no hacía nada.
De pronto, una vecina me arrojó la solución sobre mi cabeza regando sus plantas. Un acto reflejo sin dueño me dio un brinco y empecé a andar de camino a casa. Mientras lo hacía me di cuenta de que me había quedado helada allí sentada. Apreté el paso, sólo quería llegar a casa y dormir, dormir mucho, seguía eternamente cansada.
No había nadie cuando abrí la puerta. Todas las escenas, las manos en los bolsillos, los abrazos, se esfumaron. Me puse el pijama, me acosté. Al momento oí las llaves, la puerta, vi la luz del pasillo. Me di la vuelta, me hice la dormida.

martes, 29 de septiembre de 2009

Revuelta al cole

Hay que volver al cole, comprar los libros, forrarlos, estrenar mochila, o estuche, a veces estrenar cole, o por lo menos aula y maestro, o maestra. Hay que olvidar el verano, o recordarlo sólo hasta que escribas la redacción “Mis vacaciones”, hay que volver a madrugar sin gusto, volver a pasar horas sentada haciendo cosas no siempre interesantes, a veces no haciendo nada. Hay que volver a soñar con las vacaciones del próximo año durante todo un año. Hay que volver a sentir que este año será distinto, sospechando que no lo será; que pasarán cosas, casi con miedo de que sucedan; que algo cambiará, cruzando los dedos para que nos quedemos como estamos. Hay que volver a comprar coleccionables, apuntarse a cursos o sólo pensarlos. Hay que volver a percatarse de que el tiempo es tan limitado que escasea, preguntarse si se están haciendo bien las cosas, si no sería mejor... Volver a cuestionarse la vida de una, hacia dónde se dirige, si la meta es la adecuada, si vale la pena. Es septiembre, y pase lo que pase, el curso siempre empieza en septiembre.

domingo, 28 de junio de 2009

TIJERAS

Supongo, y suponer ya es demasiado, que es preciso soltar mucho lastre antes de conseguir que la página en blanco se vuelva cómplice. No sé muy bien cómo se llega a ese estado, y en esto la experiencia se vuelve sinónimo de desesperación. A fin de cuentas, cuando la pena aprieta ¿quién tiene tiempo de esperar a reconocer la experiencia, verdad?
Estoy convencida, María, de que no existen recetas para esto de vivir, como no las hay para escribir, aunque abunden los talleres y, de vez en cuando, nos anime alguno a participar. Cursos de escritura, grupos de todo-terapia para facilitar una vida que pierde intensidad conforme deja de ser difícil. ¿Acaso alguien es capaz de enlatar (sistematizar lo llaman) la sensibilidad individual?
Creo, mi querida María, que el único remedio infalible es el sentido del humor. No me preguntes cómo se aprende a reír, he disimulado alguna vez cuando me rompía y no sabía hacerlo, hasta que atrofiada la tristeza, a base de portazos, quedó recluida por esta otra visión del mundo. Dice alguien que me conoce bien que le parece que cuando me río no está todo perdido. Y ¿sabes? Tiene razón. Ríete María, y si no sale, prueba a sonreír, que es más sencillo, y con las circunstancias en contra conviene empezar por el nivel principiante: torciendo el gesto ante la adversidad, aunque sea puro fingimiento, que el simple esfuerzo demuestra lo relativo del momento y por ahí, a menudo, surge el escape.
No hay recetas, amiga mía. Pero sí oficio. Oficio que acostumbra, hasta que a base de practicar, una descubre que no es tan difícil plantar cara, reírse del enemigo aunque para ello haya que pasar el trago de burlarse del propio miedo, mofarse del nudo y de la cuerda, que por muy marineros que sean no resisten la cuchilla de unas palabras bien afiladas, sacar la lengua al propio ridículo, desmitificar tanta seriedad circunspecta en esta vida que siempre acaba con una broma de mal gusto.
Y luego, resoplando aliviada, porque nadie es tan fuerte como aparenta, siéntate a escribir, a rememorar, o a fabular, a hacer literatura de esa que dicen que refleja la realidad como si fuera ficción y cuenta ficciones que parecen reales. Saldrás fortalecida y la próxima vez tus carcajadas serán más fuertes y tus enemigos más despreciables.
Déjame terminar con la respuesta a un correo que me escribía Aquiles tras un bosquejo, no tan literaturizado como le presumía, de ciertas mezquindades que me empujaban al lado oscuro: “…como para morirse de risa y pena (es decir, como para ponerse a escribir)”.

sábado, 13 de junio de 2009

Deshacer nudos

Deshago nudos con la tecla. Seres indeseables se me alojan en la garganta en forma de nudo, me quiebran la voz y me humedecen los ojos. Todo se vuelve borroso por su culpa. Todo lo enturbian y hasta los más dulces momentos se vuelven amargos, y los más amargos, más aún.
Son nudos difíciles de deshacer no sólo por su naturaleza complicada, anudados por expertas manos despreciables, sino porque, cuando estás a punto de conseguirlo, llega el maldito marinero a apretarlo y tienes que volver a empezar.
Da miedo encontrarse por los puertos con uno de estos bucaneros, Valentina. Sí, miedo; ni rabia ni pena ni desasosiego, realmente lo que da es miedo, no te voy a engañar. Da miedo porque, aunque proclame lo contrario, en el fondo duele e incomoda, incomodan muchísimo los miserables nudos. El nudo empezándose otra vez, apretándose más, tú sabiendo que en unas horas no podrás apenas respirar y que te llevará un tiempo precioso casi-romperlo, tiempo que deberías dedicar a vivir, a reír o a llorar, pero a vivir. Por eso tengo que darle a la tecla o a la pluma, depende del medio que tenga más a mano; para liberarme, sabiendo de antemano que de esto no saldrá nada bueno. Ya lo ves.
A algunas personas se les pone el nudo en el estómago, a otras en la espalda, conozco a algunas que incluso en las piernas, pero a mi se me ata a la garganta. Me la inunda de lágrimas y de palabras no pensadas a tiempo con ganas de ser vomitadas. ‘No, señor, es que yo a usted no le conozco’.
Sé que tengo el poder de sujetar las manos a estos seres antes de que empiecen a anudarme la garganta, pero aún no he aprendido a utilizarlo. He pensado en convertirlos en lo que son, odiables personajes en cuentos de terror, pero es que me dan tanto miedo, Valentina, que me atragantaría sólo de intentar escribirlos.

sábado, 16 de mayo de 2009

Breve explicación y cuento. O sólo cuentos.

(Viajo en tren cada día laborable. Es mi sala de lectura. Algún día se tuerce, olvido el libro y me sorprendo de que el trayecto sea tan largo y tedioso, tanto que, para no desesperarme, acabo observando incluso lo que no me interesa. La conclusión es un oxímoron. Lo más abundante y corriente es lo más extraordinario y sorprendente: el vacío de las miradas. Cada día las mismas personas, sentadas frente a frente, sin verse ni siquiera cuando se miran. La despersonalización de la gran ciudad. De esa experiencia surgió este cuento. No me sorprendería que Aquiles, un enamorado del tren, lo rebatiera con otro más luminoso, como su carácter.)

QUIMERAS
Como todo lo que se desea con el alma, tardó demasiado tiempo en llegar. Y cuando lo hizo, resultó menos satisfactorio de lo que había supuesto.
Alfredo había imaginado todo lo que su corta mentalidad de pequeño burgués acomodado podía dar de sí al verla por las mañanas en el andén de enfrente. Era, sin duda, la más perfecta de las mujeres de carne y hueso que él había tenido ocasión de contemplar. Aún más que esas beldades de atractivo irreal que la pantalla del televisor mete en el salón, en la cocina, incluso en el dormitorio cuando Candela, su mujer, cambiando el esquijama por un breve camisón y poniéndose más perfume del recomendable, se considera guapa.
La viajera del andén de enfrente tenía un atractivo adicional por su materialidad real, por darle pie a pensar que bastaría cruzar al otro lado para oír su voz o incluso ¿por qué no? sentir el tacto de su piel. Cada día aparecía vestida de modo diferente. Se diría que invertía en ropa más de lo que el presupuesto medio de los usuarios del tren de cercanías de su barrio podrían permitirse. Mas no era así. Alfredo sabía de memoria cada prenda visible que ella utilizaba, y sonreía ante la infinidad de combinaciones que era capaz de conseguir con un número limitado de faldas, blusas y pantalones.
Algún día se preguntó si estaría enamorado y no supo responderse. Porque no la conocía ni tenía otra referencia que la imagen. Porque fantaseaba con su cuerpo desnudo y mil sensaciones que nada tenían que ver con el sentimiento. Porque, tal vez, obsesionado era un término más acertado. Obsesionado hasta el extremo de sentirse molesto por la presencia cercana de su mujer, y adquirir la costumbre de irse a dormir mucho antes que ella, tan pronto como fuera necesario para evitar en lo posible el contacto. Sus sueños hacían que el producto de sus fantasías pareciera real. Y aunque sabía que hablaba dormido, nunca tuvo miedo porque no existía ningún nombre delator.
Los días pasan deprisa en la gran ciudad. Tren, oficina, tren, casa y vuelta a empezar. Alfredo se sustentaba de figuraciones en todos los ratos muertos, cambiando poco a poco algunos hábitos. Dejó de leer durante el trayecto al trabajo para pensar en ella. Salía unos minutos antes, por la mañana, para asegurarse de estar allí cuando ella apareciera al otro lado, y perdía cada día el tren, tomando el siguiente al de su querida desconocida, casi sufriendo al pensar que se alejaban en sentidos contrarios. No prestó atención a lo cotidiano, porque siempre está ahí. Hasta un día cualquiera, en que se rompe la rutina y todo se vuelve diferente.
El teléfono sonó sin estridencias. Lo cogió su compañero y le pasó la llamada. “Preguntan por ti”. Ni siquiera le miró a los ojos cuando alargó la mano para acercarle el auricular.
Durante los dos días siguientes, Alfredo no tuvo sueños ni quimeras. Anduvo como un autómata de la oficina al hospital y de allí a casa. No entendía como un autobús puede atropellar a una mujer que hace la compra, y no recordaba la última vez que rieron juntos. Murió en pocos minutos y no tuvo ocasión de verla. “Es mejor así”, escuchó decir al médico sin atreverse a pensar en la cara de Candela desfigurada por el impacto.
Todo pasó demasiado rápido, al vertiginoso ritmo que la ciudad impone, y él se dejó llevar por la inercia irreal de unos acontecimientos que se sucedían uno tras otro, sin excepción, tal vez ordenados por los amigos, que siempre se prestan a ayudar en cuestión de tragedias. El funeral se celebró como todos los funerales, y ella parecía intacta, bella a través del cristal como si estuviera en la imagen detenida de una pequeña televisión. Recibió pésames y alabanzas por esa apariencia de entereza que sólo oculta vacío. Y solo en casa, lloró pensando en la desconocida, odiándola como si pudiera ser responsable de su íntima traición.
Estuvo una semana sin ir a trabajar y, cuando regresó, prefirió huir del tren, aunque implicara conducir y pasar delante del tanatorio donde, finalmente, no pudo evitar parar y entrar, hablar con el encargado, agradecerles su trabajo, la oportunidad de verla por última vez sin rastro alguno del daño sufrido. “Claro, le comprendo, la importancia de estos detalles… pero, déjeme presentarle a nuestra taxidermista”. Y al girarse se encontró frente a la mujer del andén que sonriendo le estrechaba cortésmente la mano.
Desde ese día, Alfredo volvió a viajar en tren. No lee ni se fija en lo que ocurre a su alrededor. Vive abstraído en su mundo de imaginaciones imposibles, fantaseando con Candela.

jueves, 7 de mayo de 2009

Pequeños invasores

Se me está llenando la cabeza de infancia, Valentina. Están acampando unos seres pequeños sonrientes que me besan y me abrazan en cuanto me ven, que se me cuelgan del cuello sin preguntar si aprietan demasiado, ni desconfiar de que pueda sostenerles, y que me llevan a lugares escondidos y secretos detrás de las cortinas.
Llevo un tiempo escuchando los sonidos de un tic tac que no sé de dónde viene, y es extraño, porque yo nunca he llevado reloj de agujas.
Se me está poniendo cara de rosa y azul, a mi, que siempre he sido de verde y amarillo! De cuentos de dragones y princesas e incluso de pelotas de fútbol.
Se me están dando la vuelta sueños viejos tratando de hacer hueco a otros desconocidos y ruidosos.
Dicen que estoy creciendo. Tú cómo lo ves? Yo me he medido y juraría que la cinta métrica sigue dando el mismo resultado desde hace años.




miércoles, 29 de abril de 2009

Estrenando viejas alcobas

Es pequeño, rosa, arrugado, desconocido y querido antes de que apareciera por la puerta. Dicen que no ve, pero yo juraría que nos miraba cuando abrió los ojos despacio, tan lentamente como si no se moviera en este tiempo, y que nos recorría con ellos para reconocernos, para poner caras a las voces que ha estado oyendo como un eco cavernario durante estos últimos primeros meses. ¿Qué pensaría al vernos a todos apelotonados dando grititos y reprimiendo lágrimas a diestro y siniestro?
Tiene delante lo que le ha tocado en suerte, o en dessuerte, quién sabe. Es la fortuna (o el infortunio) del que llega de nuevas así, sin equipaje ni pan debajo del brazo. No hay criterio, nada todavía en esas alcobas del cerebro en las que un día habitarán los siete pecados capitales, algunas virtudes y unos cuantos miedos que, gentilmente y sin que él lo pida, nos empeñaremos, con toda nuestra buena intención y toda nuestra buena razón, en cederle a base de desalojar nuestros propios habitáculos atestados de viejos cachivaches. Tendrá que ser un virtuoso para esquivarlos cuando no le sirvan para nada, y mantener los cuartos de su cabeza pulcros y ordenados. ¿Lo conseguirá con tanto trasto envenenado de verdad verdadera? Quién sabe, tal vez un día decida irse fuera, alejarse para buscar objetos que le gusten sólo a él, sus propios cachivaches, pero nuevos. Entonces, probablemente nosotros no entendamos esas reformas que este pequeño potencial rebelde se ha empeñado en hacer y añoraremos, juntos y viejos, este momento en el que aún están todas las habitaciones por estrenar.

No, seguro que él no está pensando en nada de eso, seguro que es cierto que no puede vernos, pero sospecho que algo ha debido de intuir cuando, una vez reconocidos los nuevos inquilinos de su vida, ha sacudido amnióticamente la cabeza y ha cerrado sus párpados como queriendo permanecer con las puertas clausuradas un rato más.

martes, 14 de abril de 2009

Libre necesidad

He recorrido miles de kilómetros buscando el refugio perfecto hasta empezar a sospechar que el alma del escritor es trashumante. Hubiera sido más fácil adaptarse, optar por un único camino e ir superando paso a paso cada obstáculo. Que sólo es cuestión de andar. Pero me gustaba perderme, curiosear en las sendas ocultas, llegar un poco más allá para echar una ojeada y volver rápido a la ruta planificada, siempre rota por otro sendero diferente y atractivo. Y en cada mirada, una casa nueva, un olor distinto, una familia feliz o un solitario gozando de su soledad. Mil opciones apetecibles que enturbiaban mi destino único, tan nítido, y tan mío.

He conocido a muchas personas, afines a mí, diferentes, e indiferentes. He amado y he sufrido. He tejido un sentimiento que depende de otras vidas que no son la mía y me hacen vulnerable, tan vulnerable que ya no tengo miedo de caer rota en mil pedazos, porque lo natural es la fragilidad. Ser volátil me hace fuerte. Miro al frente y planto cara convencida de que cualquier acometida puede pulverizarme. ¡Y qué más da, si ya era polvo antes de empezar!

Me he sentado en algún recodo a esperar oportunidades que nunca llegan. Descansaba. Eran rincones cálidos de adormecedor bienestar. Qué bien se estaba allí, arropada por el sueño, cultivando fantasías imposibles, imaginando lo que sería mientras el tiempo traidor recortaba la longitud de mi camino durante el receso. No me dí cuenta de que al detenerme restaba pasos, de que lo pospuesto no se recupera, se pierde, se sustituye por el ahora indeterminado y modifica ¿cómo es posible? el porvenir.

He planificado futuros perfectos jugando con posibilidades que no me pertenecían. Creía que era aquello lo que deseaba porque no me había emborrachado con la dulce amargura de vivir. Por fortuna, no era mío el poder de convertir todo en perfecto. Detrás de la perfección no hay nada. Y lo único que yo necesito es el horizonte.

No he mirado hacia atrás. No me gusta. Los ojos están delante, y ofrecen dos únicas opciones: desconfiar o arriesgarse a ser traicionados. Elijo la segunda, la natural, la que no me obliga a torcer el cuello vigilando, ni me ata a un pasado irrepetible. Alguna vez, el viento arrastra hojas del recuerdo hasta mis manos y leo lo que entonces escribí. Reconozco a otra, pero sé que llevo lo vivido en lo que ahora soy.

He escrito. Escribo. Escribiré. He buscado la compañía de los que escriben. En ellos me apoyo cuando fallan esas musas que no existen, y ellos me alimentan con palabras nuevas, de vez en cuando escritas sólo para mí. He acumulado páginas sin darme cuenta, trazadas en circunstancias adversas, cuando todo era oscuro y me lamentaba de no tener momento ni lugar, cuando fantaseaba con el estudio perfecto, bien iluminado, frente al mar, tal vez con una suave música de fondo, y para desahogarme emborronaba papeles en el cuarto frío, ruidoso y compartido de un barrio gris.

Me he equivocado. He pensado que tenía que buscar el éxito. Me fijaba en los que viven de su arte, sin darme cuenta de que sobraba la preposición. Y renegaba contra un medio de vida que no tiene alma. Hasta que me percaté del significado preciso de la palabra libertad. Y me dejé llevar, por fin, tirando lo accesorio, disfrutando sólo del camino.

Qué importa el traje, María, si dentro seguiremos estando irremediablemente desnudas.

domingo, 5 de abril de 2009

Armani de baratillo

Tengo un Armani y no sé cómo deshacerme de él. Lo compré un domingo en el Rastro. Pasé por delante de un puesto de ropa que me hipnotizó. Nada que ver con los puestos a los que estás acostumbrada. Construido con líneas rectas y planos blancos, pulcro, ordenado. Un encandile. A esto añádele un vendedor está-hecho-para-ti, un precio razonable y unas ganas desmesuradas de permitirme algo así. Me dirás que hice bien si eso era lo que quería. Pero no estoy hablando de querer, esa pregunta me la espanté de un manotazo de la cabeza en cuanto apareció. No quería tener un Armani, es que podía tener un Armani.
Me fui a casa encantada con mi adquisición. No podía parar de contemplarme delante del espejo dentro de mi nuevo traje. No podía parar de escuchar los elogios de los que me veían pasearme con él puesto. No podía dejar de sentirme afortunada, cómoda, confortable. Hasta que un día, más pronto que tarde, el Armani empezó a hacerme rozadoras en la piel. El presunto hilo de algodón egipcio de las costuras parecía haberse convertido en poliéster. Al principio me hice la desentendida, miré hacia otro lado, pero la evidencia se manifestó en el largo de las mangas y el bajo de los pantalones. El Armani encogía. Progresivamente fue aprisionándome dentro suyo: la sisa, el cuello, el pecho. Eso fue lo peor. Tener de dejar de respirar. Aprendí que podía hacerlo a pequeños sorbos y así he conseguido sobrevivir. Puro placebo.
Llevo un año buscando la manera de cambiar esta jaula de lujo. Tengo ojeado otro traje sin marca, menos glamouroso, en absoluto elegante, que estoy segura de que me vendría bien. Me lo probaría si pudiera quitarme éste asfixiante sin temor a romperlo. No puedo permitírmelo, debo cambiarlo para poder comprarme ese otro más modesto. Así que, cada domingo, me recorro el Rastro en busca del vendedor del puesto blanco y recto para exigirle una devolución, pero ha desaparecido como si nunca hubiera existido. Así cada domingo: busco, espero, perezco. Vuelvo a casa cabizbaja donde alguien me acaricia las lágrimas y me dice, cada domingo, que respire fuerte de una vez, que estalle los botones del dichoso Armani y que nos vayamos juntos a comprar un traje nuevo. Pero es que yo no me atrevo, Valentina. A ver si el próximo domingo me convence.

lunes, 30 de marzo de 2009

Empezando por el final

Lo más difícil de asumir, casi siempre, son las despedidas. Sin embargo, conviene crecer y hacerse fuerte probando a mirar de frente a los ojos oscuros de cualquier final, mejor aún si se encara el miedo apoyada en la osadía de una sonrisa que, llegado el caso, bien podría ser burlona.
Es más sencillo así evolucionar, desprenderse del lastre del pasado, entender que en demasiadas ocasiones las circunstancias mandan y que no sirve de nada oponer resistencia a la corriente que nos arrastra. Y, sobre todo, asumir nuestro ser de vulnerable tiempo finito para seguir disfrutando del trayecto.
Quizá la clave esté en echar a patadas la posesividad, ese deseo absurdo de retener y perpetuar lo que sea mas allá de su duración natural. O en reconocer que no hay mayor valor que la libertad, incluso para comprometerse.
Al escribir, sin darnos cuenta, marcamos algo más que el papel. Predisponemos a quien lee y a quien se reconoce, provocamos emociones y lamentos, nos exponemos con una desnudez más intimidatoria que la del cuerpo y recogemos, a menudo, frutos inesperados, algunos dulces y demasiados amargos.
Como te adelanté, querida María, todos mis epistolarios tuvieron una fecha concreta de caducidad. Aunque todos ellos me ayudaron a crecer. Ningún interlocutor era parecido al otro, y cada uno trataba de asir el instante de un modo diferente, como si yo pudiera escapar evaporándome entre brumas. A pesar de ello, todos acabaron alejándose por voluntad propia y a todos me esforcé en conducir con premura hacia la salida de emergencia. Dejé de importunar al hombre que se moría al darme cuenta de que sus recuerdos se emborronaban bajo la tiranía de la senilidad. Negué el juego a quien buscaba simple entretenimiento. Y abrí de par en par las puertas del mundo para quien debía escapar del papel. Que cada vivencia tiene su exacto momento.
No me gusta revivir. Soy persona de escasa melancolía. Apenas releo y rara vez me siento a mirar viejas fotos. Me llena el presente, tanto que me fascina la imagen de agarrar con una mano de agua.
Efugio, bruma, agua, libertad. Escribir sin cadenas, que no es necesario acudir a citas inexistentes.
Además, ya sabemos que cuando cese la apetencia el final no habrá vencido, porque fue simplemente principio.

jueves, 26 de marzo de 2009

Clara bruma

Valentina me tiene abrumada, me tiene envuelta en una frescura blanca que me llena la cara de gotitas por la mañana, cuando aparece su nombre en negrita y una confesión: sí, podemos.
A pesar de todo, no es húmeda la bruma Valentina, sino todo lo contrario. Es como sentarse al sol una tarde de primavera robada. Es como hacer pellas y tumbarse en el parque con la cabeza sobre una tripa reconocida y dejarse uno calentar. Podría imaginar que me acaricia el pelo y me dice: adelante! Y tú vas adelante porque a Valentina no se le puede decir que no.
Valentina llegó sin ella saberlo. Un día lanzó un tiro, no iba dirigido a mi, pero allí estaba yo; silbando, haciéndome la despistada, mirando a otro lado, sólo pasando por allí. Me metí sin querer entre el tiro y el blanco y me alcanzó. Sentí las gotitas de agua enseguida, me atrapó como te llega la niebla, de repente, sin esperarla, pero enseguida me di cuenta de que esta bruma era distinta, no olía a humo y en vez de despistar, dejaba a su paso un rastro de manchas azules que caían de una pluma que escribía cantos de sirena. Aunque sí respeto, no daba miedo seguir la senda sabiendo que Valentina iba delante, así que me agarré de su mano de agua para caminar juntas, para respirar aquí, dentro de esta bruma clara que no nos deja ver el final, ni falta que nos hace. Si es un abismo, al abismo iremos, para eso tenemos el oxímoron, para darle la vuelta y caer hacia arriba.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Efugio sin refugio

La dulce María sólo escribe desde su refugio de intimidad hermética. Duda, piensa, siente, rasga el papel con la punta de una pluma que se desangra en tintas oscuras de momentos ocultos, y sufre. Vuelve a dudar, levanta la mirada delicadamente femenina y guarda su agenda en un bolsillo secreto más fuerte que el corazón, desbocado y superado, que, a fuerza de latir, tuvo que abrirse y volcar parte del contenido en un trozo de papel barato, demasiado pueril, demasiado intenso, demasiado vulnerable para su fragilidad femenina. Demasiado valioso para mí que, atraída por su magnetismo irresistible de compleja complicidad, me encuentro tendiendo una mano hacia un abismo oscuro, paralelo al mío. Ven. Juntas podemos construir un universo nuevo: Oxímoron.
María cede. Porque su naturaleza es de palabras. Puede atrapar en los renglones el sonido de las voces que le alcanzan el alma, dibuja la luz y la obliga a brillar aún más, desata lamentos pasados y detiene el dolor, invitándole a cicatrizar en tachones de página herida. Después se olvida. Vive, se abandona a la tibieza del sol, sucumbe al frescor de un trago de cerveza conversada, ríe y hace planes. Piensa que le va mejor, porque ahora es capaz de guarecerse y proteger su fragilidad tras el escudo de una sonrisa irónica. No sabe que su flexibilidad la hace más fuerte, que ha crecido y emana luz propia que teme salir, luz ocultada que aún así deslumbra. Sal de ahí. Sígueme. Que en Oxímoron el único refugio posible es el efugio.
María acepta atraída por el misterio. Camina con el vértigo que producen los espacios desconocidos, tal vez pantanosos, recela comprometerse en exceso, descubrirse y que la descubran. Pero sucumbe al impulso vital que alimenta su espíritu. Pregunta, confía, se entrega, renace y surge reanimada por un instinto nuevo. Percibe un futuro insospechado y se lanza a la conquista de mil páginas en blanco. ¿Podemos? Podemos. No importan los fracasos si al final se halla el éxito.
Y yo, Valentina de papel, recuerdo un epistolario sin fin, del amigo que murió, del amigo que no fue, y del que se fue, para caer de nuevo en la tentación perpetua, buscada y necesaria, de la palabra escrita, esta vez con nombre de mujer.
¡Oxímoron! ¡Sí, Oxímoron! Y dos abismos se funden en uno infinitamente mayor.