domingo, 15 de noviembre de 2009

Un cuento en dos palabras

(El otro ejercicio de escritura a lo loco era hacerlo dándole juego a dos sustantivos concretos que nada tenían que ver uno con otro. En este caso, la elección había sido 'hiena' y 'acera', y ésta fue la historia que resultó).

La hiena del 1ºB se me reía en la oreja mientras el administrador trataba de poner orden en la jaula de grillos que acababa de abrir proponiendo la instalación del ascensor en el edificio. Le susurraba a su marido (pobre gacelilla), sin tratar de que yo no la escuchase, “estos se van a joder”. Estos éramos nosotros, Andrés y yo, sobre todo yo, que era la que, según la hiena, me empeñaba en mojarle los cristales de las ventanas del salón justo cuando ella los acababa de limpiar. Dos pisos nos separaban, pero era precisamente yo, y no el vecino del 2º, “hombre, por Dios, como que este señor no tiene mejores cosas que hacer”, la que le hacía relimpiar los cristales una y otra vez.

Salimos de allí sin consenso para instalar el ascensor, por supuesto, y yo, además, con la risa de la hiena metida en mi cerebro. Afortunadamente, al salir a la calle una bicicleta que pasaba por la acera la atropelló y se calló, la risa, quiero decir; bueno, realmente también se cayó al suelo. Pobre mujer; se rompió una pierna. Es una pena que no tengamos ascensor para poder subir y bajar con las muletas.

Un parque de palabras

(Recojo tu guante, Valentina. Éste es el otro parque del taller 'El imaginario entre columpios')

EL PARQUE DE MARÍA

María mira con recelo a su alrededor, tensa la espalda, se pega al respaldo del banco cada vez que alguno pasa corriendo y gritando por delante de ella, balancea su cuerpo a uno y otro lado cada vez que alguna pelota sale disparada, se queda mirando fijamente embelesada cada vez que una madre repite el mismo mantra una y otra vez: no, no, no.

María no conoce este parque, a pesar de que es el mismo que recorre cada mañana desde que está en el paro. Pero entonces es otro, es un remanso de paz, un lugar para la reflexión sólo interrumpida por alguna voz más alta que otra de algún anciano sordo charlando con otro que asiente tranquilo con la cabeza. Por las mañanas el tiempo se detiene y de un solo vistazo controla todo lo que sucede entorno suyo. Ella no conocía este parque por las tardes, cuando es tomado por estos energúmenos ruidosos bajitos y sus padres. Éste no es su parque, es una jungla.

“Y esto no es lo peor”, piensa María al descubrir, en un banco apartado de la zona de juego, a una pareja de adolescentes examinándose la faringe con la lengua. “Lo peor viene después”, susurra. Es demasiado mayor para acordarse de esa pasión incontenible, de ese deseo sin freno, de las primeras veces de todo; pero sí recuerda nítidamente los gritos en casa, las broncas con su madre cada día hasta que se fue a estudiar fuera por pura necesidad de escapar. Y por si no lo recordase, están sus amigos que le detallan las batallas abiertas con sus propios hijos.

“No, no, no”, se dice María sacudiendo la cabeza. Ella no piensa ser madre, nunca lo pensó. Cuando el médico le ha dado la enhorabuena, ella ha entrado en shock, e instintivamente se ha dirigido al parque, a reflexionar. Dirige su mirada a su barriga por primera vez, deja la mano en alto, pero no se atreve a colocarla sobre ella, como hacen en las películas. La posa otra vez sobre el banco y decide que no se lo dirá a Pedro. Será más fácil para él si no se entera.

SOBREMESA

(Cuando nos preguntaron, en el Festival Eñe, ni siquiera tuve que pensar en una situación agradable que prolongaría indefinidamente: una sobremesa y un buen conversador. Poquísimos minutos y la orden de centrarnos en el escenario).

No sabría decirte si siempre ponen o no esta música de fondo porque es la primera vez que la oigo. Pero supongo que sí; no es un sitio donde tengan por costumbre innovar, más bien todo lo contrario. Su éxito radica en la fidelidad de la clientela. La comida es excelente, los manteles de lino recio, blanco roto, ayudan a sentirse bien tratado. La vajilla elegante, sin perder la sobriedad necesaria para no restar protagonismo al contenido. Las copas finas, lisas, transparentes, como esa música que seguramente nunca deja de sonar, consiguen que el rojo intenso del vino esté ahí en medio, levitando entre los dos, apoyando y presidiendo una conversación que parece no acabar nunca. De vez en cuando, él insiste en la contundencia de su argumento empuñando su cuchillo y señalándome con la punta. No es un cuchillo amenazador, es un instrumento de charla, ese aluvión de palabras que aliña la comida, mezclando sabores y risas.
Tardamos muchos meses en recordar la cara de unos camareros discretos, cómplices de nuestra sobremesa, capaces de adelantarse a la necesidad, que llegan y se van sin que nos percatemos de su presencia, una presencia escurridiza, como la de la música, cuyo único objetivo es le mantenimiento de la continuidad perfecta que hablando creamos. Las botellas de vino nunca están vacías, no falta pan, ni agua, aceite o pimienta, un cubierto que se cae y es repuesto o el segundo plato.
No, no me había fijado en la música hasta ahora, contigo, y no me hubiera fijado si, para seguir hablando, hubiera estado él.

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(Las críticas a este texto fueron confusas y contrapuestas. A alguno le gustó la imagen de las copas de vino, el entorno descrito, aunque había acuerdo en que sobre un escenario supuestamente muy agradable flotaba cierta frialdad. Esa crítica fue justamente lo que transformó estos párrafos en perfectos para mí, porque la intención desde el principio fue mostrar que el elemento más importante de esas sobremesas es la conversación, es decir, el interlocutor, que en el texto es "él", no ese "tú" a quien habla el narrador y que, fracaso de la conversación, da protagonismo a la música de fondo).

Columpiarse de nuevo

(Pequeño relato, ejercicio del taller "El imaginario entre columpios" del Festival Eñe)

Surgió como todas las cosas, por casualidad. La mujer sentada a mi izquierda no paraba de hablar ante un atento auditorio con el tono pausado de la experiencia. Me sorprendía ser yo la protagonista de sus palabras, estar siendo presentada con un discurso que, estaba segura, sería más extenso que las breves páginas que yo había preparado.
No tengo vocación de conferenciante y, según parece, todos los maestros de ceremonias que me han tocado en suerte están mucho más inclinados a ello que yo. Y mientras la mujer hablaba y hablaba sin parar de su gran personaje, a esas alturas era obvio que cualquier parecido con la realidad (yo misma) sería pura coincidencia, no conseguía desprenderme, por más que lo intentaba, de una sensación ¿fugaz?.
Soplaba una agradable brisa en la calle al llegar. El aire fresco se coló entre mis piernas y, durante unas décimas de segundo, me sentí trasladada a un pasado remoto en el que mi padre empujaba un columpio que me hacía volar hasta el cielo, y yo sentía el vértigo materializado en la agradable corriente que me levantaba el vuelo del vestido. Sonreí pensando que, con la misma despreocupación de entonces, tampoco hoy había tenido temor alguno cuando el aire amenazó con subir una falda que, como todas las faldas que visten las señoras de mi edad, bien podría perdurar como fósil geológico sin necesidad de petrificación alguna, pero que desde luego no iba a subir grácilmente impulsada por una leve brisilla otoñal ¡Qué vieja y qué niña me sentí al mismo tiempo!
La voz de mi lado había continuado acaparando atención y minutos de charla sin suscitarme la menor inquietud. De hecho, lo que realmente me apetecía era salir afuera y notar el aire en mi olvidada piel. Así que cuando, sin anticiparlo, desconectada de la realidad, oí los aplausos, me hicieron falta unos segundos eternos para ubicarme en el entorno y comprender la razón por la que estaba, de nuevo, allí. Miré al frente y vi el título, enorme, de mi charla proyectado sobre una pantalla gigante: "Una aproximación alternativa a los desórdenes conductuales en la adolescencia".
La palabra "alternativa" se adelantó sobre las demás y con la mente vacía me aferré a ella con desesperación de náufrago. De pie, ante ellos, arrojé al suelo los papeles elegantemente encuadernados. Los asistentes miraron la copia que tenían entre las manos, confusos.
"Alternativo es esto", les dije sacudiéndome las manos. "Olvídense de lo establecido, intenten prescindir de su edad y su formación, esa dilatada experiencia que tanto nos aleja de la frescura palpable de la adolescencia, comencemos por el principio. Vamos, hoy, a hablar de columpios".
Y, sin darme cuenta, disfruté por primera vez como conferenciante.

Una greguería

Mi bolígrafo es la brocha gorda de la literatura.

Escritura automática

(El Festival Eñe, en el Círculo de Bellas Artes, durante los días 13 y 14 de noviembre, ha sido una borrachera de literatura, un encuentro de locos que se mueven a través de la cordura diaria, pensando y mirando diferente, y que durante unas horas han tenido el privilegio de no disimular).

Comenzó, para abrir boca, con una sesión de escritura automática. Una orden simple. Apoyad el bolígrafo en el papel, y comenzad a escribir sin parar y sin pensar durante diez minutos. No vale detenerse. No vale despegar la punta de la superficie blanca. No vale pensar. Es sólo una técnica de calentamiento, como el corredor que calienta antes de lanzarse a su carrera, una manera de desprenderse de las corazas que el día a día nos va echando encima. Y lo que salió fue esto:

Me va a tocar. Lo estoy viendo. De repente, después de un día absolutamente cuadriculado, con un jefe que siempre exige lo mismo: "Piensa", tengo que escribir sin pensar. Y no sé... Es tan raro que, inevitablemente, una se siente como cayendo por un abismo, y me va a tocar, me va a tocar leer. ¿Quién me mandaría avanzar, obedecer la orden dada de acercarnos y ponerme aquí, tan a mano, a su derecha? Nos lee El Principito. De lo que dice, algunos serán como el principito, otros tal vez el narrador, o el extraterrestre, o quizá el cordero de dentro de la caja. Yo debo ser el asteroide B-612 de esta historia, la cuadratura hecha carne por una profesión que niega la escritura, o una inclinación que niega la profesionalidad exigida de ocho a tres, en un ambiente claramente hostil o, si no, como mínimo, oscuro. La eterna duda: ingeniería vs. literatura. Más me habría valido ser sexadora de pollos, o quedarme viendo el telediario en la jungla casera que se debe estar montando en casa a estas horas. Pero no. Vence la pulsión como de costumbre. Escribir por no saber dejar de escribir. Pura adicción. Puro vicio.