lunes, 30 de marzo de 2009

Empezando por el final

Lo más difícil de asumir, casi siempre, son las despedidas. Sin embargo, conviene crecer y hacerse fuerte probando a mirar de frente a los ojos oscuros de cualquier final, mejor aún si se encara el miedo apoyada en la osadía de una sonrisa que, llegado el caso, bien podría ser burlona.
Es más sencillo así evolucionar, desprenderse del lastre del pasado, entender que en demasiadas ocasiones las circunstancias mandan y que no sirve de nada oponer resistencia a la corriente que nos arrastra. Y, sobre todo, asumir nuestro ser de vulnerable tiempo finito para seguir disfrutando del trayecto.
Quizá la clave esté en echar a patadas la posesividad, ese deseo absurdo de retener y perpetuar lo que sea mas allá de su duración natural. O en reconocer que no hay mayor valor que la libertad, incluso para comprometerse.
Al escribir, sin darnos cuenta, marcamos algo más que el papel. Predisponemos a quien lee y a quien se reconoce, provocamos emociones y lamentos, nos exponemos con una desnudez más intimidatoria que la del cuerpo y recogemos, a menudo, frutos inesperados, algunos dulces y demasiados amargos.
Como te adelanté, querida María, todos mis epistolarios tuvieron una fecha concreta de caducidad. Aunque todos ellos me ayudaron a crecer. Ningún interlocutor era parecido al otro, y cada uno trataba de asir el instante de un modo diferente, como si yo pudiera escapar evaporándome entre brumas. A pesar de ello, todos acabaron alejándose por voluntad propia y a todos me esforcé en conducir con premura hacia la salida de emergencia. Dejé de importunar al hombre que se moría al darme cuenta de que sus recuerdos se emborronaban bajo la tiranía de la senilidad. Negué el juego a quien buscaba simple entretenimiento. Y abrí de par en par las puertas del mundo para quien debía escapar del papel. Que cada vivencia tiene su exacto momento.
No me gusta revivir. Soy persona de escasa melancolía. Apenas releo y rara vez me siento a mirar viejas fotos. Me llena el presente, tanto que me fascina la imagen de agarrar con una mano de agua.
Efugio, bruma, agua, libertad. Escribir sin cadenas, que no es necesario acudir a citas inexistentes.
Además, ya sabemos que cuando cese la apetencia el final no habrá vencido, porque fue simplemente principio.

jueves, 26 de marzo de 2009

Clara bruma

Valentina me tiene abrumada, me tiene envuelta en una frescura blanca que me llena la cara de gotitas por la mañana, cuando aparece su nombre en negrita y una confesión: sí, podemos.
A pesar de todo, no es húmeda la bruma Valentina, sino todo lo contrario. Es como sentarse al sol una tarde de primavera robada. Es como hacer pellas y tumbarse en el parque con la cabeza sobre una tripa reconocida y dejarse uno calentar. Podría imaginar que me acaricia el pelo y me dice: adelante! Y tú vas adelante porque a Valentina no se le puede decir que no.
Valentina llegó sin ella saberlo. Un día lanzó un tiro, no iba dirigido a mi, pero allí estaba yo; silbando, haciéndome la despistada, mirando a otro lado, sólo pasando por allí. Me metí sin querer entre el tiro y el blanco y me alcanzó. Sentí las gotitas de agua enseguida, me atrapó como te llega la niebla, de repente, sin esperarla, pero enseguida me di cuenta de que esta bruma era distinta, no olía a humo y en vez de despistar, dejaba a su paso un rastro de manchas azules que caían de una pluma que escribía cantos de sirena. Aunque sí respeto, no daba miedo seguir la senda sabiendo que Valentina iba delante, así que me agarré de su mano de agua para caminar juntas, para respirar aquí, dentro de esta bruma clara que no nos deja ver el final, ni falta que nos hace. Si es un abismo, al abismo iremos, para eso tenemos el oxímoron, para darle la vuelta y caer hacia arriba.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Efugio sin refugio

La dulce María sólo escribe desde su refugio de intimidad hermética. Duda, piensa, siente, rasga el papel con la punta de una pluma que se desangra en tintas oscuras de momentos ocultos, y sufre. Vuelve a dudar, levanta la mirada delicadamente femenina y guarda su agenda en un bolsillo secreto más fuerte que el corazón, desbocado y superado, que, a fuerza de latir, tuvo que abrirse y volcar parte del contenido en un trozo de papel barato, demasiado pueril, demasiado intenso, demasiado vulnerable para su fragilidad femenina. Demasiado valioso para mí que, atraída por su magnetismo irresistible de compleja complicidad, me encuentro tendiendo una mano hacia un abismo oscuro, paralelo al mío. Ven. Juntas podemos construir un universo nuevo: Oxímoron.
María cede. Porque su naturaleza es de palabras. Puede atrapar en los renglones el sonido de las voces que le alcanzan el alma, dibuja la luz y la obliga a brillar aún más, desata lamentos pasados y detiene el dolor, invitándole a cicatrizar en tachones de página herida. Después se olvida. Vive, se abandona a la tibieza del sol, sucumbe al frescor de un trago de cerveza conversada, ríe y hace planes. Piensa que le va mejor, porque ahora es capaz de guarecerse y proteger su fragilidad tras el escudo de una sonrisa irónica. No sabe que su flexibilidad la hace más fuerte, que ha crecido y emana luz propia que teme salir, luz ocultada que aún así deslumbra. Sal de ahí. Sígueme. Que en Oxímoron el único refugio posible es el efugio.
María acepta atraída por el misterio. Camina con el vértigo que producen los espacios desconocidos, tal vez pantanosos, recela comprometerse en exceso, descubrirse y que la descubran. Pero sucumbe al impulso vital que alimenta su espíritu. Pregunta, confía, se entrega, renace y surge reanimada por un instinto nuevo. Percibe un futuro insospechado y se lanza a la conquista de mil páginas en blanco. ¿Podemos? Podemos. No importan los fracasos si al final se halla el éxito.
Y yo, Valentina de papel, recuerdo un epistolario sin fin, del amigo que murió, del amigo que no fue, y del que se fue, para caer de nuevo en la tentación perpetua, buscada y necesaria, de la palabra escrita, esta vez con nombre de mujer.
¡Oxímoron! ¡Sí, Oxímoron! Y dos abismos se funden en uno infinitamente mayor.