sábado, 16 de mayo de 2009

Breve explicación y cuento. O sólo cuentos.

(Viajo en tren cada día laborable. Es mi sala de lectura. Algún día se tuerce, olvido el libro y me sorprendo de que el trayecto sea tan largo y tedioso, tanto que, para no desesperarme, acabo observando incluso lo que no me interesa. La conclusión es un oxímoron. Lo más abundante y corriente es lo más extraordinario y sorprendente: el vacío de las miradas. Cada día las mismas personas, sentadas frente a frente, sin verse ni siquiera cuando se miran. La despersonalización de la gran ciudad. De esa experiencia surgió este cuento. No me sorprendería que Aquiles, un enamorado del tren, lo rebatiera con otro más luminoso, como su carácter.)

QUIMERAS
Como todo lo que se desea con el alma, tardó demasiado tiempo en llegar. Y cuando lo hizo, resultó menos satisfactorio de lo que había supuesto.
Alfredo había imaginado todo lo que su corta mentalidad de pequeño burgués acomodado podía dar de sí al verla por las mañanas en el andén de enfrente. Era, sin duda, la más perfecta de las mujeres de carne y hueso que él había tenido ocasión de contemplar. Aún más que esas beldades de atractivo irreal que la pantalla del televisor mete en el salón, en la cocina, incluso en el dormitorio cuando Candela, su mujer, cambiando el esquijama por un breve camisón y poniéndose más perfume del recomendable, se considera guapa.
La viajera del andén de enfrente tenía un atractivo adicional por su materialidad real, por darle pie a pensar que bastaría cruzar al otro lado para oír su voz o incluso ¿por qué no? sentir el tacto de su piel. Cada día aparecía vestida de modo diferente. Se diría que invertía en ropa más de lo que el presupuesto medio de los usuarios del tren de cercanías de su barrio podrían permitirse. Mas no era así. Alfredo sabía de memoria cada prenda visible que ella utilizaba, y sonreía ante la infinidad de combinaciones que era capaz de conseguir con un número limitado de faldas, blusas y pantalones.
Algún día se preguntó si estaría enamorado y no supo responderse. Porque no la conocía ni tenía otra referencia que la imagen. Porque fantaseaba con su cuerpo desnudo y mil sensaciones que nada tenían que ver con el sentimiento. Porque, tal vez, obsesionado era un término más acertado. Obsesionado hasta el extremo de sentirse molesto por la presencia cercana de su mujer, y adquirir la costumbre de irse a dormir mucho antes que ella, tan pronto como fuera necesario para evitar en lo posible el contacto. Sus sueños hacían que el producto de sus fantasías pareciera real. Y aunque sabía que hablaba dormido, nunca tuvo miedo porque no existía ningún nombre delator.
Los días pasan deprisa en la gran ciudad. Tren, oficina, tren, casa y vuelta a empezar. Alfredo se sustentaba de figuraciones en todos los ratos muertos, cambiando poco a poco algunos hábitos. Dejó de leer durante el trayecto al trabajo para pensar en ella. Salía unos minutos antes, por la mañana, para asegurarse de estar allí cuando ella apareciera al otro lado, y perdía cada día el tren, tomando el siguiente al de su querida desconocida, casi sufriendo al pensar que se alejaban en sentidos contrarios. No prestó atención a lo cotidiano, porque siempre está ahí. Hasta un día cualquiera, en que se rompe la rutina y todo se vuelve diferente.
El teléfono sonó sin estridencias. Lo cogió su compañero y le pasó la llamada. “Preguntan por ti”. Ni siquiera le miró a los ojos cuando alargó la mano para acercarle el auricular.
Durante los dos días siguientes, Alfredo no tuvo sueños ni quimeras. Anduvo como un autómata de la oficina al hospital y de allí a casa. No entendía como un autobús puede atropellar a una mujer que hace la compra, y no recordaba la última vez que rieron juntos. Murió en pocos minutos y no tuvo ocasión de verla. “Es mejor así”, escuchó decir al médico sin atreverse a pensar en la cara de Candela desfigurada por el impacto.
Todo pasó demasiado rápido, al vertiginoso ritmo que la ciudad impone, y él se dejó llevar por la inercia irreal de unos acontecimientos que se sucedían uno tras otro, sin excepción, tal vez ordenados por los amigos, que siempre se prestan a ayudar en cuestión de tragedias. El funeral se celebró como todos los funerales, y ella parecía intacta, bella a través del cristal como si estuviera en la imagen detenida de una pequeña televisión. Recibió pésames y alabanzas por esa apariencia de entereza que sólo oculta vacío. Y solo en casa, lloró pensando en la desconocida, odiándola como si pudiera ser responsable de su íntima traición.
Estuvo una semana sin ir a trabajar y, cuando regresó, prefirió huir del tren, aunque implicara conducir y pasar delante del tanatorio donde, finalmente, no pudo evitar parar y entrar, hablar con el encargado, agradecerles su trabajo, la oportunidad de verla por última vez sin rastro alguno del daño sufrido. “Claro, le comprendo, la importancia de estos detalles… pero, déjeme presentarle a nuestra taxidermista”. Y al girarse se encontró frente a la mujer del andén que sonriendo le estrechaba cortésmente la mano.
Desde ese día, Alfredo volvió a viajar en tren. No lee ni se fija en lo que ocurre a su alrededor. Vive abstraído en su mundo de imaginaciones imposibles, fantaseando con Candela.

5 comentarios:

  1. Valentina,
    A ver si te has equivocado de número ¿?!!
    Has de reconocer que no es la línea [habitual] del blog.
    Por mi parte decir que el relato me ha gustado mucho. Me has alegrado el día y la semana. A ver si en mi próximo viaje en tren aparco mi libro (¿podré?) y miraré a mis compañeros/as de viaje.
    Espero que a Aquiles le guste (al menos la mitad de lo que a mí).

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  2. He disfrutado con la lectura del cuento y más al comprobar que este blog se llena de buena literatura. Si nos vais a regalar ratos como este prometo ser un fiel seguidor.
    Pepe.

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  3. Me ha encantado, a pesar de la tristeza.

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  4. Valentina, "m'hija", tienes que dejarte de vez en cuando el libro en casa y llevar siempre lápiz y cuaderno. Apuntar lo que tus ojos perciben cuando no están paseando por literaturas ajenas para crear la propia.
    La garra-prisión de la dulce -empalagosa- rutina aburguesada; el imposible salto hacia la vida que sublima la imaginación por la cobardía de materializarla; las miradas en distancia de los cortos metros entre andenes que son la infinita longitud entre la vida real y el deseo domesticado; el gris mediocre, en definitiva, de la cobardia en masa. Todo eso insinuado en unos renglones, con frases certeras e incisivas ("apariencias de entereza que sólo ocultan vacío"). Pero todo esto no es más que apreciaciones analíticas, demasiado frías que se pueden resumir en algo más sencillo: me ha gustado el cuento.
    AQUILES
    Pd: ¿los maquillacadáveres son también taxidermistas?.

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  5. En efecto, una de las cosas que me gusta de ir a trabajar en tren o metro es el poder disfrutar de la belleza, elegancia o vestimenta de algunas de las mujeres que también viajan en tren o metro.
    Antes, además, fantaseaba con que la casualidad me permitiera conocer a alguna: se empieza por hablar de la parada en que se baja uno y quién sabe dónde se termina... El problema era que ni siquiera se empezaba por hablar.
    Valentina, me encanta cómo los acontecimientos de la narración simplemente se esbozan (no hace falta más para entender) y, por el contrario, te explayas cuando pasas a describir los pensamientos y sentimientos de Alfredo. Cuando te quieres dar cuenta, la historia ya ha acabado, pero mientras la leía estaba recordando el andén de mi estación y poniéndome en la piel de Alfredo (no cuando suena el teléfono, claro).
    CM

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