He recorrido miles de kilómetros buscando el refugio perfecto hasta empezar a sospechar que el alma del escritor es trashumante. Hubiera sido más fácil adaptarse, optar por un único camino e ir superando paso a paso cada obstáculo. Que sólo es cuestión de andar. Pero me gustaba perderme, curiosear en las sendas ocultas, llegar un poco más allá para echar una ojeada y volver rápido a la ruta planificada, siempre rota por otro sendero diferente y atractivo. Y en cada mirada, una casa nueva, un olor distinto, una familia feliz o un solitario gozando de su soledad. Mil opciones apetecibles que enturbiaban mi destino único, tan nítido, y tan mío.
He conocido a muchas personas, afines a mí, diferentes, e indiferentes. He amado y he sufrido. He tejido un sentimiento que depende de otras vidas que no son la mía y me hacen vulnerable, tan vulnerable que ya no tengo miedo de caer rota en mil pedazos, porque lo natural es la fragilidad. Ser volátil me hace fuerte. Miro al frente y planto cara convencida de que cualquier acometida puede pulverizarme. ¡Y qué más da, si ya era polvo antes de empezar!
Me he sentado en algún recodo a esperar oportunidades que nunca llegan. Descansaba. Eran rincones cálidos de adormecedor bienestar. Qué bien se estaba allí, arropada por el sueño, cultivando fantasías imposibles, imaginando lo que sería mientras el tiempo traidor recortaba la longitud de mi camino durante el receso. No me dí cuenta de que al detenerme restaba pasos, de que lo pospuesto no se recupera, se pierde, se sustituye por el ahora indeterminado y modifica ¿cómo es posible? el porvenir.
He planificado futuros perfectos jugando con posibilidades que no me pertenecían. Creía que era aquello lo que deseaba porque no me había emborrachado con la dulce amargura de vivir. Por fortuna, no era mío el poder de convertir todo en perfecto. Detrás de la perfección no hay nada. Y lo único que yo necesito es el horizonte.
No he mirado hacia atrás. No me gusta. Los ojos están delante, y ofrecen dos únicas opciones: desconfiar o arriesgarse a ser traicionados. Elijo la segunda, la natural, la que no me obliga a torcer el cuello vigilando, ni me ata a un pasado irrepetible. Alguna vez, el viento arrastra hojas del recuerdo hasta mis manos y leo lo que entonces escribí. Reconozco a otra, pero sé que llevo lo vivido en lo que ahora soy.
He escrito. Escribo. Escribiré. He buscado la compañía de los que escriben. En ellos me apoyo cuando fallan esas musas que no existen, y ellos me alimentan con palabras nuevas, de vez en cuando escritas sólo para mí. He acumulado páginas sin darme cuenta, trazadas en circunstancias adversas, cuando todo era oscuro y me lamentaba de no tener momento ni lugar, cuando fantaseaba con el estudio perfecto, bien iluminado, frente al mar, tal vez con una suave música de fondo, y para desahogarme emborronaba papeles en el cuarto frío, ruidoso y compartido de un barrio gris.
Me he equivocado. He pensado que tenía que buscar el éxito. Me fijaba en los que viven de su arte, sin darme cuenta de que sobraba la preposición. Y renegaba contra un medio de vida que no tiene alma. Hasta que me percaté del significado preciso de la palabra libertad. Y me dejé llevar, por fin, tirando lo accesorio, disfrutando sólo del camino.
Qué importa el traje, María, si dentro seguiremos estando irremediablemente desnudas.