La noche
anterior a la mañana en que María iba a casarse con Hipólito, ésta sólo había recibido
una paliza. Escuché la zurra desde mi alcoba, como todas las noches, acurrucado
debajo de las sábanas de hilo y la manta de lana, avergonzado por el deseo de
que el dolor la hiciera considerar mi propuesta. Pero luego ni una queja, ni un
suspiro, ni un llanto al otro lado de la pared. Parecía como si los palos
hubieran cicatrizado en el cuerpo de María o como si supiera que todo aquello
terminaría al amanecer.
Hacía tanto frío
aquella noche, que ni los perros se aventuraban a romper el hielo con su habitual
concierto de aullidos y peleas. Una llovizna de aguanieve persistente y ajena a
los abrigos desgastados, a los calcetines raídos, a las botas caladas, a los
charcos de barro y a la falta de leña, anegaba las tejas viejas de las casas de
adobe. Las goteras que un año tras otro se desbordaban por el mismo agujero, eran
remendadas con calderos de latón que había que ir vaciando antes de que rebosaran.
Yo los escuchaba llenarse desde el otro lado de la pared del cuarto de María,
marcando lentamente el tiempo que transcurría hasta que ella dejaba de llorar y
respiraba dormida acompasada con el goteo. Cien veces me había ofrecido yo a
repararle la gotera con tejas nuevas, pero otras tantas ella me había
rechazado. No se puede ser tan orgullosa cuando se es tan pobre y tan
desgraciada, murmuraba mi madre cuando me veía espiarla a hurtadillas mientras
se lavaba en el caño, o miraba a otro lado cuando se acercaba a llevarse los
palos que sobresalían por el muro de nuestro corral.
Aquella noche en
que las casas de los pobres olían a moho y las mantas comidas por las polillas no
alcanzaban a abrigar la tiritona, María se había acostado vestida debajo del
camisón. Tal era la helada, que a nadie extrañó que la muchacha se abrigara,
salvo a su padre que, con sus gritos, despertó a todos los vecinos: aquellos
que, como yo, espiaban detrás de las paredes, y también a los que sólo oían
como quien oye llover la misma voz desquiciada de todas las noches profiriendo
los mismos insultos de todas las noches, y los mismos golpes sobre el mismo
cuerpo. Después, como en un ritual, volvía el silencio gélido a sumir al pueblo
en su olvido profundo de lo sucedido. Y ya entonces, sólo yo despierto en mi
escondite infame, distinguía el sonido del camisón desgarrado una y otra vez
remendado por María. Pero no aquella noche, porque tal era la helada, que no debió de
calentársele lo suficiente al hombre el deseo como para arrancar tanta ropa del
cuerpo de la hija.
Aún no había
amanecido cuando el primer gallo despertó. Me sorprendió en un duermevela llevado
y traído por el susurro de una cantinela de rezos de mujeres en el vía crucis,
y por la imagen de María acariciando, ahora las cuentas del rosario, ahora mi
deseo insoportable. María sólo tuvo que quitarse el camisón al escuchar las
pisadas de Hipólito acercarse por la calleja Morán vestido de domingo. Se
escapó por la ventana. Le tendió los zapatos de fiesta, que lucían más nuevos
de lo que en realidad eran, mientras ella saltaba el alféizar. Lucía una
sonrisa que yo no le conocía a María, aquella mañana, mientras se abrochaba
temblorosa las tiras de los zapatos salpicados ya por el barro del suelo, antes
de echar a correr de la mano de Hipólito. Pasaron por delante de mi ventana sin
verme, sin ni siquiera imaginarme.
Había dejado de
llover. El silencio lo rompieron los perros que empezaron a ladrar. En medio de
su algarabía, mi garganta trastornada pronunció las palabras que el cerebro no
se encargó de ahogar: “¡Marcelino! ¡Que te están robando a la hija!”. Vi a
María trastabillar y resbalarse, vi a Hipólito sujetarla para que no cayera, y
vi a su padre salir de la casa a medio vestir con un cuchillo de desollar
cerdos en la mano, gritando las mismas amenazas de todos los días con la voz
desquiciada de todos los días.
Nadie más salió
a la calle. Todos espiaban desde las ventanas deseando que tampoco ese día nada
malo pasara. Sólo el cura, con la sotana remangada y paso apurado cruzó, ocultándose
en las sombras, la calleja Morán. Dieron las siete en el reloj de la iglesia. Llegaba
tarde a oficiar una boda.
Buen articulo ! buen blog universo-oximorón!
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