viernes, 27 de mayo de 2016

MADRUGADA DE BODA

La noche anterior a la mañana en que María iba a casarse con Hipólito, ésta sólo había recibido una paliza. Escuché la zurra desde mi alcoba, como todas las noches, acurrucado debajo de las sábanas de hilo y la manta de lana, avergonzado por el deseo de que el dolor la hiciera considerar mi propuesta. Pero luego ni una queja, ni un suspiro, ni un llanto al otro lado de la pared. Parecía como si los palos hubieran cicatrizado en el cuerpo de María o como si supiera que todo aquello terminaría al amanecer.

Hacía tanto frío aquella noche, que ni los perros se aventuraban a romper el hielo con su habitual concierto de aullidos y peleas. Una llovizna de aguanieve persistente y ajena a los abrigos desgastados, a los calcetines raídos, a las botas caladas, a los charcos de barro y a la falta de leña, anegaba las tejas viejas de las casas de adobe. Las goteras que un año tras otro se desbordaban por el mismo agujero, eran remendadas con calderos de latón que había que ir vaciando antes de que rebosaran. Yo los escuchaba llenarse desde el otro lado de la pared del cuarto de María, marcando lentamente el tiempo que transcurría hasta que ella dejaba de llorar y respiraba dormida acompasada con el goteo. Cien veces me había ofrecido yo a repararle la gotera con tejas nuevas, pero otras tantas ella me había rechazado. No se puede ser tan orgullosa cuando se es tan pobre y tan desgraciada, murmuraba mi madre cuando me veía espiarla a hurtadillas mientras se lavaba en el caño, o miraba a otro lado cuando se acercaba a llevarse los palos que sobresalían por el muro de nuestro corral.

Aquella noche en que las casas de los pobres olían a moho y las mantas comidas por las polillas no alcanzaban a abrigar la tiritona, María se había acostado vestida debajo del camisón. Tal era la helada, que a nadie extrañó que la muchacha se abrigara, salvo a su padre que, con sus gritos, despertó a todos los vecinos: aquellos que, como yo, espiaban detrás de las paredes, y también a los que sólo oían como quien oye llover la misma voz desquiciada de todas las noches profiriendo los mismos insultos de todas las noches, y los mismos golpes sobre el mismo cuerpo. Después, como en un ritual, volvía el silencio gélido a sumir al pueblo en su olvido profundo de lo sucedido. Y ya entonces, sólo yo despierto en mi escondite infame, distinguía el sonido del camisón desgarrado una y otra vez remendado por María. Pero no aquella noche, porque  tal era la helada, que no debió de calentársele lo suficiente al hombre el deseo como para arrancar tanta ropa del cuerpo de la hija.

Aún no había amanecido cuando el primer gallo despertó. Me sorprendió en un duermevela llevado y traído por el susurro de una cantinela de rezos de mujeres en el vía crucis, y por la imagen de María acariciando, ahora las cuentas del rosario, ahora mi deseo insoportable. María sólo tuvo que quitarse el camisón al escuchar las pisadas de Hipólito acercarse por la calleja Morán vestido de domingo. Se escapó por la ventana. Le tendió los zapatos de fiesta, que lucían más nuevos de lo que en realidad eran, mientras ella saltaba el alféizar. Lucía una sonrisa que yo no le conocía a María, aquella mañana, mientras se abrochaba temblorosa las tiras de los zapatos salpicados ya por el barro del suelo, antes de echar a correr de la mano de Hipólito. Pasaron por delante de mi ventana sin verme, sin ni siquiera imaginarme.

Había dejado de llover. El silencio lo rompieron los perros que empezaron a ladrar. En medio de su algarabía, mi garganta trastornada pronunció las palabras que el cerebro no se encargó de ahogar: “¡Marcelino! ¡Que te están robando a la hija!”. Vi a María trastabillar y resbalarse, vi a Hipólito sujetarla para que no cayera, y vi a su padre salir de la casa a medio vestir con un cuchillo de desollar cerdos en la mano, gritando las mismas amenazas de todos los días con la voz desquiciada de todos los días.

Nadie más salió a la calle. Todos espiaban desde las ventanas deseando que tampoco ese día nada malo pasara. Sólo el cura, con la sotana remangada y paso apurado cruzó, ocultándose en las sombras, la calleja Morán. Dieron las siete en el reloj de la iglesia. Llegaba tarde a oficiar una boda.

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